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Revista
Acta Académica


Universidad Autónoma de Centro América 

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Capítulo IX
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Introducción

Una Cronónica de la Cristiandad[*]

EPILOGO

Alberto Di Mare

 

Puesto que, en general, la historia de las religiones ha sido una de éxitos, debe haber estado trabajando una buena estrategia de supervivencia a largo plazo. En otras palabras, debe concederse que la religión posee cierta aptitud para la supervivencia.[1]

 

DESCRISTIANIZACION DEL CRISTIANISMO [<>] [\/] [/\]

      El éxito puede ser letal, y es precisamente por su éxito que el cristianismo, en nuestros días, ha perdido su carácter, transformándose de religión en civilización. Por primera vez en la historia vivimos una civilidad ecuménica y cristiana. Pero eso no quiere decir que, al mismo tiempo, se haya dado un fortalecimiento de la religiosidad, menos todavía de la religiosidad cristiana.

      El hombre interior contemporáneo, contrariamente al hombre exterior (social) contemporáneo, es quizás el menos cristiano de la historia. Pues si el mensaje de Cristo es la concepción de Dios como Padre, difícil será encontrar quienes hoy verdaderamente vivan esa creencia; en primer lugar por el agnosticismo (¿o ateísmo?) profesado generalmente y en segundo lugar porque a la idea de la filiación común se ha sustituido una de fraternidad, más fincada en la comodidad y oportunidad (conveniencia, ventaja) de un modo de conducta, que en el efluvio hacia el prójimo de un amor ardoroso por nuestro creador.

      La verdadera crónica de la cristiandad no debería ser, como esta, una reseña del acaecer de las colectividades humanas, sino de los verdaderos cristianos, y sería muy diferente de estos ensayos que he escrito, que no son, en fin de cuentas, sino una historia profana de lo sagrado, en vez de una historia sagrada de los elegidos, una monumental hagiografía. En cuanto nos percatamos de ello, adquirimos conciencia de cuán diferente es esa realidad respecto de la presente y de la imposible labor de emprenderla, al sernos imposible determinar quiénes sean aquellos cuya historia deberíamos relatar.

      Pero si lo pudiéramos hacer, nuestras conclusiones serían harto entusiastas respecto de esa cristiandad de los santos, cuya vitalidad como levadura y su fidelidad como criaturas sería admirable. El hosanna sería irrestricto y jubiloso, en vez de este dubitar sobre el cristianismo a que llegamos al final de esta jornada.

      La paradoja del cristianismo es la inmensa productividad de la levadura de sus santos, que han transformado las generaciones anteriores para crear una civilización cristiana; pero este resultado es concomitante con la profanación de lo cristiano, con el abandono de los elementos específicamente religiosos para convertirse en una concepción del mundo, en una cosmovisión derivada de una tradición que en algún momento fue religiosa, trascendente, pero que ya no lo es más, desde que Occcidente, con su predominio de lo científico y lo experimental en vez de las concepciones fundamentalmente místicas de otrora, se convirtió en la civilización ecuménica.

      Si analizamos los diversos momentos del espíritu en que nuestra cristiandad deja de ser cristiana, primeramente encontraremos una gran falla en el concepto de Dios entre la intelectualidad de los países cristianos.

 

El concepto de Dios [<>] [\/] [/\]

      La concepción hoy imperante sobre la divinidad, entre los intelectuales que aún la aceptan, es intelectualmente incompatible con el concepto cristiano de Dios, al menos como se desarrolló entre los antiguos a partir del siglo II de nuestra era, en contraposición a la concepción de los gentiles ilustrados. El Dios inmutable, trascendente, motor inmóvil, del paganismo, fue suplantado por el Dios hebreo, providente e inmiscuido en la historia, taumaturgo y socorro de los afligidos, tan con-natural a la cosmovisión cristiana que escasamente logramos ni tan siquiera plantearnos la divinidad antigua. El cristianismo no fue ni es, simplemente una religión, sino específicamente una soterología; de donde dimana su profundo atractivo para las multitudes humanas, cuyo principal sentimiento es la percepción vital de su condición de criaturas, con un implícito desamparo radical y una incontenible necesidad espiritual de auxilio, de protección, de providencia salvífica y santificante, convencidos, como estamos, de que por nosotros mismos nada podemos. Sin duda esto fue así en toda la cristiandad hasta el siglo XVII, pero entonces, entre los ilustrados, comenzó la resurrección del Dios pagano, motor inmóvil ajeno a la historia; resurrección desapercibida inicialmente, pero que fue injertándose en el pensamiento "científico" sin que pudiera ser combatida su hipótesis, ni su tesitura, ni sus exigencias posteriores.

      Que estábamos comenzando a creer en una nueva divinidad, nunca quisimos enfrentarlo, por el tabú que precluyó plantearse una hipótesis tan descabellada como la imposibilidad en que se encuentra Dios, si es que fuera divino, y contrariamente al Dios cristiano, de hacer milagros. Esto, "Dios no puede hacer milagros", tan evidente para el filósofo pagano, es para el cristiano una contradictio in adjecto,[2] pues, contrariamente al pagano, el Dios cristiano está inmerso en el mundo, no es ajeno a él; así como aquellas deidades menores de la superstición antigua, los dioses paganos, se inmiscuían en las cosas de los hombres, lo hace nuestro Dios, que no es inmanente –no se queda dentro de sí mismo–, sino trascendente, se va a las cosas, tanto que parece haberlas creado precisamente para holgarse en ellas.[3]

      Asimismo, al pensamiento moderno le es ajena, extraña, la noción de causa final. [4] En lugar de una teleología (una doctrina de las causas finales) la ciencia moderna razona desde las causas eficientes, desde los antecedentes de un resultado, y, si constata la existencia de un orden, no lo atribuye a un designio de la naturaleza, sino que sería un resultado "natural", no el logro de un designio; esta forma mental es adversa a la idea de una divinidad, sea cual fuere, así como la otra le es proclive.

 

El Reino de Dios [<>] [\/] [/\]

      Hace dos milenios Jesús planteó una cosmovisión revolucionaria, de la que se desarrollaría la Cristiandad. Pero es difícil superar una molesta incongruencia que la acompaña desde entonces, pues el árbol pujante que creció a partir de aquella pequeña semilla, parece haber dejado de lado lo esencial del mensaje del Maestro, de su cosmovisión, a saber, el Reino de Dios.

      En efecto, si uno lee los evangelios sinópticos, encuentra un mensaje llano, simple, centrado en la creación del reino de Dios en el mundo, y casi de inmediato, durante la vida misma de los apóstoles; pero esta anhelada parusía ("presencia"), esta segunda venida del Señor ni se dio, ni se ha dado.

      Jesús no habló tanto a la inteligencia, como a la voluntad, propugnó no tanto por comprender las cosas de otra manera, como por vivir la vida de otra forma. Pero la transformación que predicó ni se dió ni se ha dado, y la constatación de que ello era así se hizo patente en la posposición sine die de la ansiada parusía.

      La Iglesia se quedó, entonces, con las manos vacías; como esto era inadmisible, se ensimismó, y el Reino de Dios se hizo coincidir con lo que tenía, con lo que había logrado, con la asamblea de los cristianos, con la Iglesia (palabra que significa, en efecto, "asamblea"), asamblea que se empeñó en un continuo examen de conciencia, de búsqueda y explicación de su propia identidad, más que en poner en obra el reino de Dios. Esta obra intelectual resultaría en la más maravillosa logomaquia (atender más a las palabras que a la sustancia del asunto) lograda jamás por la mente humana; pero con abandono casi total de la segunda venida del Señor, de lograr la justicia y la santidad en la Tierra, de instaurar el Reino de Dios.

      En esta variación de enfoque fue protagónico Pablo, un santo ajeno a Jesús, a quien no conoció, autodenominado apóstol y cuyo propósito fue, más que todo, independizar de la ley mosaica a la nueva cosmovisión, convirtiéndola así en ecuménica, en lugar de palestínica: el Cristo hebreo se universaliza y, como señor de la muerte que es en Pablo (la resurrección de Jesús es crucial para la concepción paulina), adquiere atributos divinos y, una vez que se da este salto de la mesianidad a la divinidad, el examen de conciencia eclesiástico –la búsqueda de la congruencia intelectual– se enreda; en desenredar esta monumental madeja se consumirán los primeros siete concilios ecuménicos, cuya materia es precisamente definir quién y qué sea Cristo, para lo cual han de definir quién, qué y cómo sea Dios, la divinidad de la nueva religión trinitaria que hasta hoy perdura.

      Esta proeza intelectual es de las más complejas en la historia del pensamiento, presea[5] que la humanidad debe a la Cristiandad.

      Quizá todo habría sido para bien, si no fuera por el odium theologicum, por el desmesurado apasionamiento con que se hizo, por el afán persecutorio que descarriló este empeño. Porque esta meditación sobre la divinidad del Maestro y de su Padre, en lugar de alegrarse con las distinciones y novedades que iba "maginando", las empleó para excomulgar, anatematizar, a quienes no compartieran la totalidad de una visión única, la ortodoxa. El cristianismo inicial, que toleró mucha diversidad teológica, evolucionó a una férrea visión unitaria y –sobre todo en Occidente– a una definición jurídica y legalística de la cosmovisión, que originaría multitud de sectas mutuamente excluyentes, lo que lo convertiría, de vínculo de unión, en espíritu de discordia y de facción. Esto más en Occidente, como ya se dijo, que en Oriente y sobre todo a partir del siglo IV, cuando un santo de religiosidad tanto profundísima como insensata, Agustín de Hipona, construirá un cristianismo a su medida, el cual será la camisa de fuerza que hasta el presente nos amarra; su nefasta influencia en lugar de disminuir aumenta, cuando un fervoroso discípulo suyo, de religiosidad igualmente sublime, Martín Lutero, en lugar de permitir que la doctrina agustiniana continuara desleyéndose, como venía haciéndolo, le da nuevo vigor y la resucita poderosa para campear hasta nuestros días.

 

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LA IGLESIA CATOLICA ROMANA EN EL TERCER MILENIO [<>] [\/] [/\]

La Iglesia Católica Romana, como lo puso de manifiesto con el II Concilio Vaticano, es la confesión cristiana que manifiesta, hoy en día, mayor vitalidad y empuje, la única con ímpetu de catolicidad, por lo que es probable que sea ella la que lidere el desarrollo del cristianismo en los tiempos por venir; pero ese mayor empuje en modo alguno significa que haya superado profundas contradicciones o que esté adecuadamente preparada para ser fiel apóstol de la predicación cristiana. El próximo milenio verá una cristiandad muy diferente, porque menos occidental (europea), desarrollándose en un medio intelectual y espiritual radicalmente distinto del grecorromano-gótico de los dos milenios ya vividos; arrastrará muchos problemas e hipocresías insuperados, pues una cosa es la que predica la Iglesia romana y otra la que de hecho practican sus feligreses. Analicemos si esta confesión tiene probabilidades, en el próximo milenio, de permanecer unam, sanctam, catholicam et apostolicam ecclesiam.

 

UNAM: La tentación de la unidad [<>] [\/] [/\]

      No cabe duda, Cristo fundó una única Iglesia: la comunidad cristiana, en la intención de Jesús es única y quienes se separan de esa unidad, se separan de Cristo. ¿Pero cuán una es esta Iglesia una? Evidentemente, en los tres primeros siglos de nuestra religión se tuvo una concepción de la unidad bastante diversa a la del I Concilio Vaticano de fines del siglo XIX, y, ciertamente, las iglesias orientales tienen hoy en día una idea de la unidad distinta a la de Roma, lo mismo que la fe católica anglicana y ni qué decir de las sectas protestantes.

      La piedra de escándalo la constituye lo que, paradójicamente, es la presea del cristianismo, su corpus theologicum; a partir de una doctrina sencilla y clara predicada por Jesús, sus santos y sabios han construido una catedral bizantina de descomunales proporciones, en donde cada detalle resulta piedra angular de todo el edificio, con una coherencia e ilación tan cerrada que, aparentemente, no permite esas hendeduras indispensables para la tolerancia de la diversidad de opiniones. Sin duda, la teología ha dado pasos agigantados desde sus albores, –en que se contentaba con definir aproximativamente un credo, para que el catecúmeno diera una esclarecida adhesión a los principios de su iglesia, de su nueva comunidad–, hasta el contrapunteado barroquismo de la dogmática actual, esa complexio oppositorum donde tan poco falta y tanto sobra.

      Ese portento intelectual, ya lo dijo Erasmo de Rotterdam, más daña que ayuda, más separa que une. Sobre todo en la Iglesia romana que, arrastrada por una vocación jurídica ancestral, ha empleado esa dogmática no sólo para conocer a Dios, sino para definir réprobos, para anatematizar; el próximo milenio será una oportunidad ecuménica para el cristianismo sólo en el tanto en que dé marcha atrás y pode la fronda dogmática que ahora lo debilita (muchas hojas y muy poco fruto), volviendo, en una primera etapa y a la brevedad posible, a quedarse en el cristianismo de los Siete Primeros Concilios Ecuménicos y olvidándose del fárrago posterior. En una segunda etapa, cabrá también revisar esta dogmática de los Padres de la Iglesia, para ponerla más en consonancia con el mensaje de Cristo, aunque así sufra la milenaria helenización de nuestra fe, puesto que –en el futuro– el modo grecorromano de ver las cosas tendrá poco asidero en las nuevas culturas que accederán al cristianismo y casi ninguno en la mentalidad científica y filosófica del Occidente venidero: dejará así el cristianismo de ser, como lo está siendo hoy cada vez más, una pieza de museo, una joya de anticuario, para renacer en impulso vivificador y santificante, como en tiempos de Jesús.

      Presea de la unidad es la pretensión romana de la infalibilidad pontificia. Este dogma es de reciente promulgación (1870) y muy dudoso sustento teológico y es un punto de vista que deberá replantear la Iglesia romana si desea navegar en el próximo milenio, donde su persistencia será posible sólo si se convierte en una comunidad colegial y pone en obra los acuerdos del II Concilio Vaticano. ¿Por qué resulta superfluo este dogma y, en cuanto tal, dañino, al producir tanta reacción contraria? La historia nos aleccciona muy claramente, pues, si los concilios ecuménicos fundamentales (los siete primeros) no estuvieron presididos por el papa, sino por el emperador, fue porque bastante poca era la preeminencia del pontífice romano, digamos lo que digamos los romanos. Roma se limitó a traducir al latín los acuerdos y a enviar representantes que tomaran cuenta y razón de lo acaecido.[6] Estos concilios son, repito, los fundamentales. Y esta es la mayor razón de peso para convencer de que la institución del papado infalible no vale la pena y que no hay que elevarla, con espíritu faccioso, a creeencia[7] que divide, en lugar de unir. Por otra parte, es igualmente evidente que Roma, históricamente, ha logrado una preeminencia real entre las iglesias cristianas y este puede ser un valor que deba mantenerse y que convenga a la difusión del Reino de Dios; entonces mantengámoslo: para ello quizás baste y sobre con lo de primus inter pares, como la experiencia de los ortodoxos y la comunidad anglicana muestran. Quizás baste con copiar lo de ellos, deponiendo la altanería romana.

 

SANCTAM: La vocación de santidad divina [<>] [\/] [/\]

      ¡Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto! (Mateo, 5, 48) es el lema de la vida cristiana y lo que ha de distinguir a la comunidad de fieles que es su iglesia, la cual ha interpetado con diferentes énfasis en qué consista esta perfección: la indisolubilidad matrimonial; la castidad del cristiano; el voto de pobreza, de obediencia, de castidad de los entregados al Señor; el espíritu de oración y santificación de las fiestas; el repudio de la violencia; la vida en comunidad, incluso la comunidad de bienes.

      Sobre las variantes de cada uno de estos modos de vivir la santidad, entramos en el tercer milenio con muchas dudas y sin una clara visión de cuál sea la respuesta adecuada.

 

La licencia sexual [<>] [\/] [/\]

      Los descubrimientos farmacéuticos que han permitido un "sexo seguro" (sin contagio ni preñez), han tenido como secuela una licencia sexual, una intemperancia generalizada, especialmente en la conducta de las mujeres, ahora tan disoluta como otrora sólo la de los hombres. En lo que respecta a lograr una rectitud efectiva de vida, la doctrina cristiana sigue –como tradicionalmente lo ha hecho– ofreciendo una predicación permisiva e indulgente que hace ilusoria una disciplina de castidad para la mayor parte de los fieles; una vez que campeó la liberación femenina, floreció también la liberación homosexual, enfrentada por la Iglesia en forma indulgente y permisiva, incluso con ocultamiento y casi connivencia cuando se ha dado en el seno de la clerecía.

      Si esta disciplina, predicación y pastoral eclesiástica no se revisan para hallar otras que garanticen vidas de rectitud entre los cristianos, la iglesia venidera será ínfima o, si desea permanecer rectora de civilizaciones, la doctrina de Jesús será seriamente deformada.[8]

 

La vida familiar y el matrimonio [<>] [\/] [/\]

      Las normas de convivencia familiar, de crianza y educación de los hijos, conformes, en la Iglesia romana y casi todas las confesiones occidentales, con el patrón de familia celular, se ven hoy en día erosionadas por la familia atomizada, donde no existe realmente ningún núcleo de referencia estable, sino una convivencia intermitente y superficial, gracias a que sus miembros son educados por gentes e instituciones ajenas a la familia (guardería, Kindergarten, escuela infantil, colegios y universidades residenciales), quedando como contacto con la familia, si acaso, los desayunos, algunas cenas, o los días de descanso, ocasiones en que poco se habla y profundiza en los intereses y afectos familiares; hoy en día somos educados con y por gentes ajenas a nuestra propia sangre y estas costumbres y mentalidad han sido asimiladas por la mayoría de las confesiones cristianas norteamericanas y europeas; es probable, entonces, que sean difundidas al resto de la cristiandad, luyendo el tegumento que arracima la célula básica social. Por ello, no es de excluir que la difusión del cristianismo conlleve una maldición, indetectable e implícita, para sociedades con otra institucionalidad, como otrora sucedió con la difusión de la viruela por los europeos, al ponerse en contacto con los indios americanos, o de la peste bubónica con que decimaron los asiáticos a los europeos al inicio de nuestra era.

      Lo que Dios unió, no lo separe el hombre (Mateo, 19, 6); en los versículos siguientes a éste, queda bien claro que Jesús promulgó la indisolubilidad del matrimonio y, como consta en otros párrafos evangélicos, la fidelidad conyugal total, pues con el solo pensamiento se la conculca. No obstante, es también claro que las iglesias constatan cada día más irregularidades en el matrimonio cristiano, tanto que pareciera que los matrimonios unidos por Dios, son más bien la excepción que la regla... y que casi todo matrimonio católico es anulable, es decir, inexistente desde el principio. La práctica cotidiana de la iglesia romana en los Estados Unidos de Norte América, así lo pone de manifiesto, pues allí con gran facilidad se logra que se declare nulo el vínculo.[9] Esta praxis conducirá, conforme se desarrollen los hechos, o a una separación de la iglesia norteamericana de la de Roma o a una modificación de la doctrina sobre la indisolubilidad matrimonial, precisando mejor el sacramento y poniendo de manifiesto que la mayor parte de los matrimonios católicos son contratos civiles, pero no sacramentos, por no estar unidos por Dios. Se dará así, quizás, un "retroceso" y volveremos a lo que debe haber sido la costumbre en la antigüedad, cuando muchos de los cristianos quizás no se unían en matrimonio, sino que vivían en concubinato (costumbre que debe de haber sido, posteriormente, bastante común entre la clerecía, desde que se decretó el celibato eclesiástico); por ello los "matrimonios por contrato" (convenios de vida en concubinato) no serían tan contrarios a la "costumbre cristiana" como les parecen a quienes los repudian por adversar la "civilidad cristiana", la cual es un valor que poco vale, por tener tan poco de cristiana, salvo su apelativo.

 

El celibato eclesiástico [<>] [\/] [/\]

      Otro punto crítico, y que mancilla la santidad de la Iglesia, es el relativo al celibato eclesiástico; para todo efecto práctico, Roma decidió que quienes predicaran, habrían de ser célibes e impuso así a sus clérigos un yugo que aparentemente sus frágiles espaldas no soportan;[10] ciertamente no existen razones de peso para mantener esta disciplina, como lo demuestra la experiencia de las iglesias ortodoxas y de la iglesia anglicana. Sí las hay, y muchas, de conveniencia. Pero, habida consideración de que el celibato eclesiástico nunca ha sido una realidad, sino una pretensión cotidianamente violada, bien vale, como dice nuestro pueblo, "encontrarle la comba al palo", la componenda que permita la eficiencia del ministerio y tenga cuenta de la debilidad de los ministros. A mi modo de ver las iglesias orientales lo han logrado y nos basta con copiar de ellas, abandonando la altanería romana.

      En la Iglesia romana poco a poco se insinúa una solución, al permitir la predicación de ministros que no están vinculados por el voto de castidad, exigiéndolo sólo a quienes se dedican a vida de perfección (religiosos, monjes) y a los que absuelven funciones casi de carácter mágico, con que todavía celebramos la eucaristía y otros ritos.

      Aunque no se refiere al tema de la santidad, es oportuno tocar el punto del sacerdocio femenino y, en passant, el de los homosexuales sacerdotes. No obstante la tesitura extremista del actual Pontífice (Juan Pablo II),[11] es evidente que el tema del sacerdocio femenino puede discutirse, y que se ha discutido desde los primeros tiempos de la Iglesia; pretender que Jesús lo repudió implícitamente es suponer demasiado, pues Él actuó en el tiempo, en su tiempo, y en modo tal de ser comprendido por quienes le rodeaban o seguían, y esta era cuestión entonces que ni siquiera se planteaba; cuando el cristianismo se difundió a comunidades en que las mujeres ejercían funciones sacerdotales, también aceptaron esto algunas comunidades cristianas, y así los montanistas, en el siglo segundo, ordenaron sacerdotes y obispos femeninos, aunque la iglesia ortodoxa de su tiempo vio esto como herejía; más común, y aceptable para la ortodoxia de entonces, fue que ellas actuaran como diaconisas;[12] asimismo, durante la Edad Media, influyentes abadesas tuvieron funciones importantes fuera de su abadía, incluso ejerciendo algún señoraje sobre el clero secular. Las primeras mujeres admitidas al sacerdocio lo fueron a raíz de la Reforma protestante (siglo XVII), cuando algunas iglesias abandonaron la organización eclesiástica tradicional basada en obispo, sacerdote, diácono. No será sino hasta el siglo XIX que la ordenación de mujeres se plantee de forma más general, dándole todavía más ímpetu los movimientos sufragistas de principios del siglo XX y el movimiento ecuménico de mediados de este mismo siglo; hoy en día es una cuestión tan crítica como la del celibato eclesiástico y es muy probable, si uno no lee mal los tiempos, que se adopte una componenda muy semejante a la de ese otro problema, admitiéndolas al diaconado, y limitando lo de ser varón y célibe a las funciones de carácter destacadamente mágico que aún retiene el sacerdocio (eucaristía, absolución, extremaunción, ordenación).

      En lo que se refiere a la admisión de homosexuales (varones y mujeres) al sacerdocio, no pareciera haber diferencias profundas, pues ninguna de las confesiones cristianas tiene a esta conducta como causa de nulidad del oficio sacerdotal, sino como traición al voto de castidad a que el sacerdote se comprometió.

 

El odio a la vida [<>] [\/] [/\]

      El siglo que termina se ha caracterizado por el odio a la vida, pues nunca en los tiempos anteriores se vieron estragos como en este: guerras universales, genocidios, difusión y estímulo al aborto, conculcación masiva de los derechos humanos elementales, políticas experimentales de empobrecimiento y aniquilación, etc. No implica esto que haya habido un mayor número de mentes demoníacas en este tiempo, pero sí que tuvieron a su disposición recursos muchísimo más eficaces, lo que, desde el punto de vista de la santidad no tiene importancia, pero, además, que no enfrentaron oposición alguna eficaz, ni de cristianos ni de gentiles. Y esto sí tiene importancia desde el punto de vista de la santidad.

      En todo lo relativo a la vida como sacrosanta, aunque las iglesias cristianas no han hecho suficiente, sí han mantenido clara su posición, al menos teórica. Ya en la práctica, especialmente si el enemigo fue poderoso y dispuesto a todo, como bajo Stalin, Hitler o Mussolini, se comportaron cobardemente y perdieron credibilidad ante sus propias congregaciones; no obstante, todo parece indicar que al nuevo milenio se está entrando con conciencia más clara, y voluntad más decidida, para evitar la repetición de las conductas criminales de los gobiernos y los individuos que se toleraron en el siglo XX.

 

La fertilidad en el matrimonio (el respeto a la vida en el seno familiar) [<>] [\/] [/\]

      El uso del sexo con finalidad procreativa, y no exclusivamente recreativa, es un aspecto crucial de la piedad cristiana, y en esto pareciera que la pastoral una cosa dice y otra tolera e impulsa... que incluso una política de bajo crecimiento demográfico se insinúa como recta y bondadosa. Desde Pío XII, quien aceptó una cierta manipulación de las relaciones sexuales como tolerable y hasta virtuosa, se abrió una brecha difícil de sostener, pues la recreación pasó a primer plano, respecto de la obra de reproducción. Asimismo, debo repetirme, la liberación femenina, es decir, el hecho de que las mujeres sean consideradas como seres humanos plenos, con derecho a iguales derechos efectivos que los hombres, ha significado un replanteamiento de las labores domésticas como no se ha dado en las comunidades humanas desde el descubrimiento de la agricultura.

      Habida consideración de estas circunstancias, es obvio que únicamente mediante una profunda y efectiva modificación de la conducta, la psicología y la división sexual del trabajo, será posible recrear una familia cristiana dedicada nuevamente a la propagación de la vida y la educación de los hijos. Hoy la solución no se vislumbra, todo lo contrario, la tragedia amenaza. Pero de alguna manera los cristianos, en su actuar cotidiano habrán de encontrar cómo salir de este callejón sin salida. Si la civilización cristiana no lo logra, probablemente languidezca y muera.

 

CATHOLICAM: La universalidad de la Iglesia de Cristo [<>] [\/] [/\]

Cristianismo y culturas [<>] [\/] [/\]

      El cristianismo, en el porvenir, habrá necesariamente de difundirse en Africa, Asia y América Latina; lugares en que se pondrá en contacto con etnias y culturas con una tradición ajena a lo que en los dos milenios de existencia lo ha conformado. En especial la forma mental grecorromana (griega en la filosofía, romana en lo jurídico) que tan profundamente conforma al catolicismo romano, será una dificultad difícil de superar, por cuanto el misionero cristiano se siente ministro de civilización a la vez que predicador de la verdad revelada y, en su mente, no puede separar esta verdad del acto de occidentalizar.

      Probablemente la tarea sería imposible, si no fuera porque todo Occidente, la civilización total, está empeñada en difundir el modo europeo de ser, en especial su cultura científica, su globalización económica, su democracia política y los demás etcéteras que constituyen nuestra civilización. Con esto transformarán en alguna medida la mentalidad de esas otras etnias y culturas y las harán más permeables al cristianismo, tal como él es hoy en día.

      Pero pronto habrán de aparecer enamorados tanto de Cristo como de las culturas en que se difunda la fe cristiana y capaces por ello de modificar la doctrina del Maestro, en manera que sea compatible con esas culturas, como en el pasado hicieron los Padres de la Iglesia, los padres escolásticos, Tomás de Aquino y tantos otros más; que sea posible lo muestra Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), quien en su Le Phénomène humain (1955) alcanzó una síntesis moderna de ciencia y religión de carácter monumental.[13]

      Cuando esto se dé, nuestra religión no será, como hasta hoy, un pegote ajeno y que aliena, sino algo congruente y connatural. Nuestros misioneros entonces se convertirán en adalides de las tradiciones en que trabajan y no las verán como adversarias, sino como amigas, según aquel decir, el que no está contra vosotros, está por vosotros. (Lucas, 9, 50).

 

APOSTOLICAM: Los ministerios y gobierno eclesiásticos [<>] [\/] [/\]

El sacerdocio [<>] [\/] [/\]

      El orden sacerdotal conserva en la doctrina cristiana occidental, especialmente en la Iglesia romana, múltiples rasgos que más convienen al hechicero que al ministro de nuestro Dios, más designios útiles para la magia que para la religión. Reminiscencia de una religiosidad todavía muy influida por conceptos mágicos, como lo son muchos de los que respaldan o validan la absolución, la bendición de objetos para el culto, la celebración eucarística, el exorcismo, y los demás etcéteras. Que Lutero se rebelara contra este abuso es cosa harto normal y que la Iglesia romana no le haya seguido es sólo evidencia de cuán dura sea su cerviz.

      Un ejemplo para hacerme mejor entender, relativo a la consagración en la misa. Para la Iglesia romana, el misterio se pone en obra por las palabras del canon de la misa, dichas tal cual y sin variantes, como si se tratara de una fórmula mágica; es sin duda el prontuario notarial de algún teólogo jurista, de algún canonista, que tanto abundan –y para tan poco provecho– en nuestra Iglesia. No se requiere ser antropólogo titulado para percatarse de que esto está mucho más cerca de la magia (¡blanca, por supuesto!) que de la religión. Si vamos a la teología de nuestros hermanos ortodoxos, y que lo son tanto como nosotros, nos encontraremos que no hay un canon, un encantamiento verbatim, una fórmula mágica en fin, sino una epiclesis, una invocación, una plegaria, que adquiere alguna literalidad, a partir del siglo IV, pero con muchas diversas maneras de expresarla según las diversas liturgias (de san Jaime, san Basilio, san Crisóstomo, san Cirilo, etc., etc.). Algo semejante sucede con la fórmula de la absolución de los pecados. En la Iglesia romana se trata de una fórmula sacramental, entre los ortodoxos de una invocación en que el sacerdote impetra para que al penitente le sea concedido el perdón de los pecados.

      Estas literalidades romanas son hoy en día menos importantes (¡por supuesto, para acabar con ellas no es necesario acabar también con la música de Palestrina!) por haber abandonado la teología actual los rígidos criterios aristotélicos, debidos a Guillermo de Auxerre (muerto en 1231), según quien los sacramentos se componían de materia (agua en el bautismo, pan en la eucaristía, etc.) y forma, las palabras tal cual, verbatim, del rito; de esto a magia muy poco había, pero hoy en día la hechicería es menor y los sacramentos se ven como una participación en la vida de Cristo, y podrán ser los que sean y no unos cuantos como otrora, privilegiados por operar automáticamente (ex opere operato), como las pócimas de brujas.

      Estando así las cosas, aparentemente el sacerdote especialista y separado del pueblo, sale sobrando y todos podemos ejercer de tales, y, si no lo hacemos, es por razón de conveniencia, la misma por la que no tenemos otras especialidades laborales o académicas, sino la nuestra. Consecuentemente, la misma modificación del culto traerá de suyo la difusión universal del sacerdocio y hará desaparecer la presente reticencia a admitir el sacerdocio de todos y cada uno de los fieles, inconsabidamente implícito en las pretendidas funciones mágicas que le serían propias, resabio que debería desaparecer en cuanto fuera del común saber y entender que eso del sacerdocio es cosa de ordinaria administración.

 

Organización colegial de la Iglesia [<>] [\/] [/\]

      Bien entrado el milenio gozarán nuestros descendientes de una Iglesia sin estructuras, como me imagino que fue la de san Pablo. Pero ese será el final, para llegar al cual imagino que Roma dará pasos cada vez más decididos hacia la colegialidad, por modo que el Papa no será, como hoy, soberano de un monolito, sino más bien como un patriarca de las comunidades eclesiásticas ortodoxas, o los arzobispos anglicanos. El II Concilio Vaticano esbozó con trazos suficientes estos cambios, mas el obispo de Roma (¿o su curia?) han logrado posponerlos, posposición quizás providencial –para evitar lo subitáneo– pero que, según pinta, no durará por mucho tiempo.

 

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LA IMITACION DE CRISTO [<>] [\/] [/\]

      Sea cual fuere nuestra conclusión sobre el Cristianismo, en el pasado y en el futuro, no habremos enfrentado adecuadamente el reto que nos presenta la persona de Jesús, cuando nos ponemos en contacto con su mensaje.

      ¿Podemos dejarlo al margen de nuestras vidas, como un hecho que acaeció, si es que acaeció, y que nos importa tanto, o tan poco, como cualquier otro hecho?

      ¿O nos arrastrará tras suyo, enamorándonos de Él hasta el punto de no poder vivir nuestra propia vida sino la de Él, como ha sido en la historia?

      No importa qué hayamos concluido después de este repaso de las vicisitudes del Cristianismo, desde su existencia hasta nuestros días, no más tratemos de vislumbrar qué será del Cristianismo de hoy en adelante, nos percatamos de que esta doctrina continuará, mañana como hoy y como ayer, enamorando a los hombres y que innumerable inmensidad de ellos continuarán en la adoración del Maestro, y que, para todas estas almas enamoradas de Jesús, la cuestión fundamental será, como es y ha sido, la imitación de Cristo. Pues esto y ninguna otra cosa es la esencia del Cristianismo: ser cristos.

      El Cristianismo histórico, en cada momento, es la agregación, sinérgica si eclesial, de cómo cada cristiano imite a Cristo, la clase de cristo que cada uno sea. Todo lo demás es añadidura. El estilo de comunidad que en cada circunstancia resulte, será el producto de la visión vivida de cada uno de los cristos del Cristianismo; así lo fue en el pasado, así lo es ahora, y lo será en el porvenir. Todo lo demás es añadidura. La posibilidad de que esta levadura desaparezca, de que esta sal no sazone, es impensable, por imposible, pues cada vez que los hombres, zafios, descreídos o rufianes que fueren o se consideren, se pongan en contacto con los Evangelios, en alguno saltará, quiéralo o no, una chispa capaz de dar fuego a todo el universo... y entonces en muchos prenderá llama y se difundirá el fuego, de manera que, hasta la consumación de la civilización humana Cristo estará con nosotros, porque siempre habrá cristos que lo vivan. Así lo testimonia el pasado, así lo cumplirá el porvenir.

      No digo esto en un momento de entusiasmo, o de fervor, sino con toda frialdad y calculadamente, y creo que bien puedo traer a cuento la opinión de Juan Jacobo Rousseau, quien tan bellamente pudo decirlo y justificar su fe en las palabras que recordé en el sétimo de estos ensayos:[14]

El Evangelio es la pieza que decide, y esta pieza está entre mis manos. De cualquier manera que haya llegado y sea quien sea el autor que lo haya escrito, reconozco en él el espíritu divino. Esto es tan inmediato como sea posible serlo; no hay hombres entre esa prueba y yo.[15]

      Pero si Rousseau fuera indigno de confianza para algunos, allí está Saulo, quien igualmente fue vencido por el amor a Jesús y, por una iluminación que le hizo nacer de nuevo, se convirtió en ardiente antorcha que consumiría a la humanidad desde los albores del Cristianismo hasta nuestros días.

      Quizás esté tratando este tema con metáforas tomadas de los libros de santidad, de los Flos Sanctorum, y siendo así, sin quererlo, incomprensible. Porque ese enamorarse de Cristo no es algo de elegidos, ni de poquísimos entre los humanos, sino algo por lo que todos pasamos, algo a lo que todos estamos llamados, por nuestra propia carne y nuestra propia sangre, pues todos estamos chorreados en ese molde, por nuestra animalidad, no por nuestra espiritualidad, y en la bestial comunidad de nuestra animalidad es donde radica lo imperecedero del cristianismo. Cierto que muy pocos nos enamoramos de Cristo, cierto que los santos son excepcionales, pero falso que no podamos entender ni estemos llamados a la santidad. Lo que nos sucede es que la desviamos y, en lugar de enamorarnos de quien debíamos, de Jesús, nos enamoramos de las cosas o de otras personas: de nuestra novia, nuestra esposa, nuestros hijos, nuestros padres; y hasta de meras concepciones, como la patria, la libertad, la justicia, la iglesia, la confesión religiosa. Son destinatarios equivocados, pero el sentimiento es enteramente el mismo, tiene la misma vitalidad, la misma capacidad de transformar, de elevar, de trasmutar.

      Por ello el cristianismo es vulgar y vernáculo, la santidad es cosa común y cotidiana, algo que cualquiera puede lograr; apenas escarbes bien a Francisco de Asís, a Agustín de Hipona, a Tomás de Aquino, encontrarás a un tipo tan simple y diáfano como cada uno y cualquiera de nosotros: no son superhombres, sino sencillos jornaleros, comunes mozos de cuerda.

      Por eso, concluyo, la revolución cristiana no es cosa del pasado, sino que seguirá compañera de nuestro caminar, mientras haya hombres en el camino.

      Amén.


Notas de pie de página [<>] [\/] [/\]

[*] El presente artículo es el décimo sobre el tema de la historia de la cristiandad que publica Acta Académica, los otros han aparecido en lo números siguientes:
  1. La Iglesia Primitiva. De la libertad cristiana al obispado monárquico. De Pablo a Orígenes y Cipriano [50 al 250]. Acta Académica, Octubre 1989 - Mayo 1990, pp.19 a 29.
  2. Del Edicto de Milán al Cisma de Occidente, Parte I: La Iglesia Triunfante. Del Edicto de Milán a Gregorio Magno. Acta Académica, Mayo de 1991, pp.15 a 28.
  3. Del Edicto de Milán al Cisma de Occidente, Parte II: La Teocracia De San Agustín a Carlomagno y San Anselmo de Cantorbery. Acta Académica, Octubre de 1991, pp.11 a 22.
  4. La edad del totalitarismo religioso. De Gregorio VII a Erasmo de Rotterdam. Acta Académica, Noviembre de 1993, pp.15 a 34.
  5. La Reforma. De Lutero (1517) a la Paz de Augsburgo (1555). Acta Académica, Mayo de 1994, pp.20 a 39.
  6. La Contrarreforma. Del Concilio de Trento (1563) a la Paz de Westfalia (1648). Acta Académica, Noviembre de 1994, pp.9 a 24.
  7. Difusión Universal del Cristianismo, Parte I. De Jansenio (1650) a Pío VII (1823). De la Paz de Westfalia (1648) al Congreso de Viena (1815). Acta Académica, Noviembre de 1995, pp.7 a 26.
  8. Difusión Universal del Cristianismo, Parte II. De religión redentora a cosmovisión triunfalista. Del Congreso de Viena (1815) al I Concilio Vaticano (1870). Acta Académica, Mayo de 1998, pp.101 a 108.
  9. La Cristiandad en el Mundo Actual. Del Concilio Vaticano I (1879) al Concilio Vaticano II (1962­5). De León XIII a Miguel Gorbachov. Acta Académica, Noviembre de 1998, pp.129 a 139.
  10. EPILOGO. Acta Académica, Mayo de 1999, pp.197 a 206.
El autor agradece cualquier comentario que los lectores deseen presentarle, los que pueden ser enviados a:
Alberto Di Mare, Apartado Postal 4249, 1000, San José, Costa Rica,
por correo electrónico a alberto@di-mare.com o al fax (506) 438-0139.



[1] Because on the whole, the history of religion has been a history of success, a good strategy for survival in the long run must have been at work. In other words, a certain survival fitness of religion has to be granted. Walter Burkert, Creation of the Sacred: Tracks of Biology in Early Religions, Harvard University Press, 1996; citado por Daniel C. Dennet, Appraising Grace, What evolutionay good is God?, "The Sciencies", ISSN 0036-861X, New York Academy of Sciences, January-February 1997, p. 41.
[2] Paralogismo que consiste en la contradicción entre el sustantivo y la frase descriptiva adjetiva (adjecto), por ejemplo: un suceso intemporal, un área sin dimensión, etc.
[3] El pagano, para poder mantener separado del mundo e inmanente a su Dios, hubo de concebir al mundo, al no-Dios, como igualmente eterno que Dios, pudiendo así desembarazarse de todos los problemas metafísicos que la creación implica. No así los cristianos.
[4] Concepto filosófico establecido por Aristóteles y seguido desde entonces hasta las postrimerías del siglo XIX en una u otra forma por todas las escuelas de pensamiento occidental. El paradigma de la causa final es el propósito típico de la acción humana, el que es generalizado a todo lo existente. El propósito o causa final de la semilla es el árbol, y hasta tanto no lo haya logrado, la semilla ejerce un poder causal para alcanzarlo. Por la permanencia de este criterio es que tan a menudo hablamos de "la naturaleza" en términos antropomórficos (muchos dicen "antrópicos"), como si ella dispusiera, regulara, hiciera imperar el orden, etc.
[5] Muchos no consideran que esta joya valga gran cosa y hablan de la "vacuidad de la discusión teológica", pues el cristianismo es vida, no teoría; considero que tales opiniones corresponden a una visión demasiado unilateral de la realidad histórica.
[6] Esta afirmación es exagerada, hiperbólica, pues, poco a poco, Roma comenzó a ganar importancia ante las autoridades eclesiásticas bizantinas, y conforme Constantinopla fue perdiendo poder frente a los turcos, más creció la importancia romana.
[7] Desde el punto de vista jurídico-teológico la pretensión de la infalibilidad está desprestigiada por un hecho al menos, pero tan apabullante que no hay cómo soslayarlo. Me refiero al anatema, como hereje monotelista con que fue condenado el Papa Honorio I (papa del 625 a su muerte en el 638) por el III Concilio de Constantinopla (680-1). Es interesante que este concilio fue dirigido por los delegados pontificios (enviados por el Papa Agatón), y, no obstante, no tuvieron empacho alguno en anatematizar al difunto Papa Honorio I, por haber respaldado el monotelismo que este concilio condenó (doctrina según la cual en Cristo hay una sola voluntad, –la divina– aunque dos naturalezas –la humana y la divina–).
[8] Ciertamente que el luteranismo permite una salida doctrinariamente correcta de este dilema. Despreocuparnos por nuestra conducta efectiva, que necesariamente ha de ser pecaminosa dada la corrupción de nuestra naturaleza por el pecado original, y consolarnos en la salvación graciosa que, no obstante nuestra depravación, nos regala Jesús. Pero este razonamiento, por mucho que sea correcto, nunca ha sido realmente convincente para las almas que buscan la paz de Cristo, en lugar del rabioso consuelo (¡ama y peca!) que esta doctrina brinda; se ansía la perfección idéntica a la del Padre que Jesús exige.
[9] ¡Con lo peculiaridad de que, para anularlo, se debe haber logrado previamente el divorcio civil! Y esto no por exagerada veneración al César, sino para evitarse la iglesia reclamos civiles eventuales... ¡algo así como litigios por malpraxis eclesiástica! Estados Unidos, con apenas el 6% de la feligresía católica universal, produce el 78% de las anulaciones matrimoniales declaradas por la Iglesia, cfr. Robert H. Vasoli, What God Has Joined Together (The Annulment Crisis in American Catholicism), p. 5. ISBN 0-19-510764-0, Oxford University Press, 1998.
[10] Baste para mostrarlo el apoyo masivo que la reforma protestante logró entre los clérigos, precisamente porque los libraba de este sambenito.
[11] Carta apostólica Ordinatio Sacerdotalis (22.5.1994), aseverando que la Iglesia carecía de autoridad para ordenar sacerdotisas; oficiosamente la Congregación para la Doctrina de la Fe acordó, el 28.10.95, que la enseñanza que excluía a las mujeres del sacerdocio había sido promulgada por el magisterio ordinario e infalible de la Iglesia. ¡Ahora los escuderos definen infaliblemente, no sólo el Papa!
[12] Cuyas funciones estuvieron usualmente limitadas a la asistencia religiosa a otras mujeres, a las que instruían en la fe, atendían a las mujeres pobres y a las enfermas, servían como "chaperonas" al entrevistar clérigos, las bautizaban (recuérdese que los adultos se bautizaban desnudos), daban la comunión a las mujeres. Los concilios de Epaon (517) y de Orleans (533) abrogaron este ministerio, que no obstante continuó en Occidente hasta el siglo XI. En Oriente, donde fue más fuerte la institución, –se les investía con estola y manípulo y distribuían el cáliz–, persistieron por tiempo mayor. En el siglo XIX las iglesias protestantes revivieron el oficio; en 1969 la iglesia anglicana lo definió como un ministerio al que pueden acceder las mujeres, con funciones muy semejantes a las tradicionales. A partir de 1986 se les ordena, en la iglesia anglicana, como diáconos.
[13] Para Teilhard el universo es un proceso evolucionario cuya dirección y movimiento es hacia sistemas de mayor complejidad, y su correlato mayores niveles de conciencia. Este devenir no ha sido estable, sino saltuario, con saltos que corresponden a la aparición de la vida y la aparición de la inteligencia (racionalidad reflexiva humana). La materia adquiere en su pensamiento un carácter sacramental y todo el universo está sujeto a un proceso de Cristificación, como consecuencia de la encarnación del Verbo (cfr. Le Milieu divin, 1957)
[14] Capítulo 7, primera parte: Difusión Universal del Cristianismo.
[15] Citado por Laboa, p. 438.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS [<>] [\/] [/\]

BIBLIA DE JERUSALEN,
Edición española. Dirigida por José Angel Ubieta, Desclée de Brouwer (Bilbao), 1975 (original francés de Éditions du Cerf, 1973, París; bajo la dirección de la Escuela Bíblica de Jerusalén). ISBN 84-330-0022-5.
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Laboa, José María et alia.
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Montalbán, Francisco J.
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(since 1700)
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Vasoli, Robert H.,
What God Has Joined Together. The Annulment Crisis in American Catholicism. Oxford University Press, 1998. ISBN 0-19-510764-0.

 

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Alberto Di Mare: Cofundador, Ex-Canciller, Cuestor, Director Ejecutivo, Benefactor, Doctor Honoris Causa y Catedrático de la Universidad Autónoma de Centro América (UACA); Deán, Ex-Maestrescuela y Tutor de la carrera de Economía en el Stvdivm Generale Costarricense de esa Universidad. Antiguo profesor de la Universidad de Costa Rica, Ministro de Planificación (1966-1968), Director del Banco Central de Costa Rica (1968-1970). Ex-Presidente de la Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE) y de La Academia de Centroamérica. Columnista de La Nación, escritor de innumerables artículos. Miembro de la Sociedad Montpèlerin. Nació en 1931, está casado con Annemarie Hering, 4 hijos, 4 nietos.

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Referencia: Di Mare, Alberto: Una Crónica de la Cristiandad: EPILOGO, Revista Acta Académica, Universidad Autónoma de Centro América, Número 24, pp [197­206], ISSN 1017­7507, Mayo 1999.
Internet: http://www.di-mare.com/alberto/acta/1999may/adimare.htm
Autor: Alberto Di Mare <alberto@di-mare.com>
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